Breve viaje hacia la poesía lárica
El poeta Jorge Días, con ocasión de una nueva celebración del Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor, nos ofrece esta breve aproximación a la poesía lárica.
Por Jorge Días, poeta
Quisiera compartir algunas impresiones muy personales sobre la poesía lárica, matizada con la visión que han tenido de ella conocidos escritores.
Hablar de poesía lárica en nuestro país, es traer a la memoria gran parte de la obra de Jorge Teillier y de poetas como Carlos Pezoa Véliz y Manuel Magallanes Moure; se asocia a la de Juvencio Valle, a las primeras obras de Gonzalo Rojas, y a ciertas etapas de la poesía nerudiana, en contraposición de las orientaciones vanguardistas de Vicente Huidobro y sus continuadores, Eduardo Anguita y Enrique Gómez Correa.
Federico Schop nos dice:
“la tendencia lárica sigue siendo un punto de apoyo y (des)orientación para un sector no sólo nostálgico de la poesía chilena escrita y por venir. Fundada en la obra de Jorge Teillier ‒que como todo iniciador estableció una línea inestable de precursores‒ es una poesía del arraigo (del deseo del arraigo), en un mundo signado por una habitación que aparece largamente sedimentada en las cosas. Es una poesía del lugar de origen. En principio, nada impediría que pueda surgir en distintos territorios, pero históricamente, en nuestra literatura está referida a un espacio y tiempo determinados: a la Frontera que comienza, en la poesía, en el Viaducto del Malleco, o, si se prefiere un deslinde más ambiguo, allí donde las casas comenzaban a ser de madera y no de adobe ‒desde luego, antes de la uniformización en cemento armado‒. Sus otros límites, los que conducen al finis terrae, son más bien imprecisos y susceptibles de ampliaciones según el (des)orden del tiempo”.
Con respecto a la poesía lárica en sí, ella se caracteriza por un afán descriptivo de los ambientes que rodean a los poetas, no sólo respecto a la naturaleza, sino que también con el hombre que lo habita, lo que confiere un marcado acento social. Es una poesía de los sentidos, de lo espontáneo y natural, que se contrapone a otras tendencias poéticas que tienen una construcción a partir de lo literario, con argumentos racionales y una desmedida preocupación por las estructuras.
Los poetas láricos vienen a ser observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y las cosas. Los habitantes más lúcidos, tal vez, pero en todo caso, habitantes más de la tierra. Y quizás consecuencia de esa actitud es que el lenguaje poético no se diferencia fundamentalmente ya de la vida cotidiana: no buscan palabras brillantes y efectistas, se emplean frases y giros corrientes, sin desdeñar por esto las experiencias de renovación verbal.
Una hermosa pero equívoca asociación de ideas ha convertido el adjetivo “lárico” en sinónimo de pueblos apenas despertados por el paso de los trenes, luciérnagas volando en las quintas de manzanos y, un poco más lejos ‒a unas cuantas horas en carreta‒, bosques de canelos y coigües donde todavía resuena el kultrún.
El propio Teillier, divulgador del término en Chile, trató de corregir este alcance restringido declarando: “La poesía lárica no es solamente del sur, sino de toda la gente que respete sus tradiciones y sus antepasados”.
Según esta afirmación, por lo menos en teoría, es concebible entonces una poesía lárica en las ciudades, el desierto, la montaña y el litoral, cada espacio con sus propios ancestros tutelares. Sin embargo, el sentido original de la palabra permite entender por qué lo lárico no se puede liberar fácilmente de una connotación rural. Como es sabido, “lares” era el nombre que los romanos daban a sus dioses familiares, antepasados que protegían el hogar, las encrucijadas, calles y campos. Los orígenes de estas divinidades menores se perdían en un pasado remoto, umbral neolítico entre el nomadismo y el cultivo de la tierra.
Nacido en el seno de una sociedad agraria, el culto de los lares continuó en la Roma republicana y sobrevivió durante el imperio, debilitándose a la par con su declinación. Sus raíces siempre permanecieron aferradas a los orígenes campesinos, en los cuales se veían modelos irremplazables de templanza, equidad y esfuerzo. El ritual de los lares se perdió tras el colapso de la civilización romana, pero algo de su espíritu se conservó en la literatura occidental, transformando intuición poética y añoranza de lo antiguo, entendido como algo auténtico y primigenio.
Teillier recogió el término “lárico” de Rainer María Rilke, quien había escrito en 1925:
“La morada, el fruto, el racimo en los cuales habían penetrado la esperanza y meditación de nuestros abuelos (…) Las cosas dotadas de vida, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico”.
Sabias
palabras las de Rilke. Pero mientras exista la poesía de un Rolando Cárdenas,
hablando de los “chulengos” de su tierra natal, mientras abramos un libro de
Efraín Barquero y leamos: “Mi abuelo tenía el pelo blanco, y la barba lo
alejaba como niebla”, seguirá la antorcha de la poesía lárica pasando de mano.
En esta poesía encontramos una evocación de retorno al origen, a la infancia
como un Paraíso perdido; la nostalgia de una edad de oro que sólo puede ser
recobrada a través de la palabra y el poema. Un retorno no sólo con afán
nostálgico o memorioso, porque en el poeta que hurga sus orígenes existe la
intención de protestar contra un mundo caótico ‒generalmente urbano‒ que ha
contaminado los sentidos esenciales del hombre y su entorno. Es como cuando el
hombre citadino busca en la lejana aldea de su origen, el aire puro que limpia
su sangre y lo intangible de su ser, allí donde no hay pasado y los disfraces
sólo sirven para jugar.
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